Del mismo modo que en la Inglaterra de la época isabelina había hecho su brillante aparición un gran teatro de significación nacional, en la España del llamado Siglo de Oro surgió un arte dramático de poderosas y específicas características. Pero, en esta etapa histórica tan decisiva para el teatro universal, y en la que brotaron unos poetas dramáticos tan numerosos como importantes, desde Juan de Encina hasta Calderón, los lugares en que se representaban las obras de éstos (como ocurrió igualmente en Inglaterra con las de Shakespeare y sus contemporáneos) eran construcciones rudimentarias, de una simplicidad casi siempre muy relacionada con la pobreza.
En dos etapas, que a veces se confunden, puede dividirse la evolución del «lugar teatral» en la España de los siglos XVI y XVII. La primera de esas etapas es, como en otros países, la de las carretas trashumantes, la de los cómicos de la legua, especie de juglares con mucho carácter de la Edad Media todavía, y la segunda etapa es la del auge de los corrales, patios de vecindad habilitados para las representaciones.
Los cómicos de la legua viajaban y actuaban en grupos, más o menos nutridos, que recorrían los villorrios,, las ciudades y las aldeas, en un continuo desplazamiento. Estos grupos recibían diversas denominaciones, según el número de sus componentes y el género que con más frecuencia representaban. Aparte del llamado bululú, compuesto por un solo juglar, que representaba todos los papeles cambiando la entonación de la voz y con expresiva mímica, los principales grupos teatrales eran: el ñaque, constituido por dos actores; la gangarilla, con tres o cuatro actores y un muchacho que hacia de dama; el cambaleo, con cinco hombres y una mujer que cantaba; la garnacha, con cinco o seis hombres, una mujer que hacía de primera dama y un muchacho que hacía de segunda dama; la bojiganga, con pocos componentes, que representaba autos y comedias en los pueblos pequeños, y la farándula, con siete o más varones y tres mujeres. Poco a poco, algunos de estos grupos se fueron haciendo sedentarios, se adscribieron a determinadas ciudades y corrales y recibieron el nombre, ya moderno, de compañías. Una compañía normal estaba integrada por dieciséis actores, más catorce comediantes suplentes o supernumerarios.
Como nos testimonia el Catálogo Real de España, eran muy numerosas las compañías que, durante los siglos XVI y XVII, andaban errantes por la península en sus humildes carretas. Representaban obras de Juan del Encina, Gil Vicente, Lucas Fernández, Lope de Rueda, Juan de la Cueva, etc. Y era tanto su éxito, que el propio Nebrija nos habla del placer que le producía escuchar los versos en boca de los actores; un placer mucho mayor que el de su lectura. Las gentes más rudas y primarias, los campesinos analfabetos y los villanos menos letrados acudían con igual entusiasmo que los ciudadanos cultos a las esporádicas funciones teatrales de calles y plazuelas, lugares y villas.
Este éxito general de las representaciones públicas fue sin duda una de las principales causas que condujeron a la creación o improvisación de locales estables y más adecuados para hacerlas. Pronto proliferaron estos locales por España. Ya en 1526 existía en Valencia un teatro permanente: el Corral de la Olivera o Vallcubert, cuyas ganancias se destinaban al mantenimiento del hospital. Estaba emplazado en un barrio de lenocinios y de tabernas, y se componía de un corral provisto de un burdo tablado y con una barraca contigua. Este edificio fue conocido por la “Casa de les representacions i farses”. La entrada valía 4 dineros para estar de pie y 7 para estar sentado.
Barcelona tuvo su primer corral de comedias en las Ramblas, en el solar que ocupara el Principal Palacio, y donde ya se representaba en 1581. Valladolid contaba, con el Corral de la Puerta de San Esteban (1575). En Toledo se abrió el Mesón de la Fruta en 1576, y en el Coso de Zaragoza se levantó un teatrillo en 1589. El corral de Granada estaba situado en el Mesón del Carbón, o Casa del Carbón (1583), y el de Córdoba en la Cárcel Vieja (1587). En cuanto a Madrid, los seis primeros corrales de comedias inaugurados fueron los siguientes: dos en la calle del Príncipe (probablemente en 1562 .y 1563); el de la Pacheca (1574), el de la Cruz (1579), el de la calle del Lobo, llamado de la Puente (1566) y el de la calle del Sol (1565).
Los autos comenzaban hacia las cinco de la tarde e iban precedidos a veces de una loa o entremés. Se sabe que en las bodas de la infanta María con el archiduque Maximiliano, celebradas en Valladolid, se representaron comedias, entre ellas, tal vez, una de Ariosto. La vida errante de Carlos I privó de carácter permanente a la corte y ello fue sensible para el arte teatral.
No sólo se representaban en teatros obras profanas, sino también en iglesias y conventos. Los grandes señores instalaron escenarios en los salones de sus palacios y mansiones. Para hacer frente a la hostilidad de los severos teólogos cundió la idea de representar vidas de santos, continuando igualmente la costumbre de destinar los beneficios a fines piadosos.
Las obras de Lope de Vega, este prodigioso autor de 1.800 comedias y 400 autos sacramentales, dieron considerable preponderancia al teatro español, el cual llegó a su apogeo literario a fines del siglo.
Puede afirmarse que la primera representación en Madrid “en un corral” la dio el aplaudido comediante Alonso Velázquez el miércoles 5 de mayo de 1568.
Después de Madrid, fue Sevilla, la ciudad más rica de España durante el siglo XVI, la que tuvo mayor afición a las representaciones teatrales, pudiéndose vanagloriar de sus numerosos corrales. El más antiguo de éstos fue el llamado de las Atarazanas, y en el que se representaron, entre 1579 y 1581, dos come días de Juan de la Cueva: “La libertad de España por Bernardo del Carpió” y La “Libertad de Roma por Mucius Escévola”. Fueron protagonistas de ellas Pedro de Saldaña y Alonso de Capilla, respectivamente. Otro de los corrales sevillanos fue el de San Pedro, mencionado por Rodrigo Caro en sus Antigüedades de Sevilla, y situado en el collado de San.
Las representaciones de estos corrales se desarrollaban del modo siguiente: primero, el guitarrista de la compañía, con vihuela en mano, tocaba unos aires populares. Inmediatamente le sucedía el canto —una o dos voces—, acompañado de varios instrumentos, cuyos tocadores se colocaban “a medio círculo” sobre el tablado. Los cantantes quedaban “detrás de la cortina”, A continuación, la loa, indispensable introducción de toda obra teatral, recitada por el director de la compañía. Después, la comedia, en cuyos entreactos “o descansos” había entremeses o bailes con castañuelas.
Los corrales eran patios que daban a las casas vecinas. Las ventanas de estos edificios contiguos, provistas ordinariamente de rejas y celosías según costumbre española. hacían las veces de palcos, pues su número se aumentó mucho, comparado con el que hubo al principio. Las del último piso se llamaban desvanes, y las inferiores inmediatas aposentos, nombre en verdad genérico que a veces se aplicó también a las primeras. Estas ventanas, como los edificios de que formaban parte, eran propiedad de distintos dueños, y cuando no las alquilaban las cofradías quedaban a disposición de aquéllos, aunque con la obligación anual de pagar cierta suma para disfrutar del espectáculo. Algunos de los edificios contiguos, y por lo común la mayor parte, pertenecían a las cofradías. Debajo de los aposentos había una serie de asientos, en semicírculo, que se llamaban gradas, y delante de éstas, el patio, espacioso y descubierto, desde donde las gentes de clase ínfima veían de pie el espectáculo. Este linaje de espectadores, así a causa del tumulto que promovían por sus ruidosas demostraciones en pro o en contra de comedias y. actores, se denominaban mosqueteros, sin duda porque su alboroto se asemejaba a descargas de mosquetes. En el patio. y cerca del escenario, había filas de bancos, probablemente también al descubierto como el patio, o resguardados, a lo más, por un toldo de lona, que los cubría. Una especie de cobertizo preservaba a las gradas de la intemperie, y a él se acogían los mosqueteros en tiempo de lluvia; pero si el teatro estaba muy lleno, no quedaba otro recurso que suspender la representación.
Al principio no se pensó en destinar un local aparte para las mujeres; más tarde, esto es, un siglo después, se construyó para las de la clase más baja un departamento, sito en el fondo del corral, que se llamó la cazuela ó el corredor de las mujeres. Las damas principales ocupaban los aposentos o desvanes. Además de estas divisiones principales de los teatros españoles, debemos mencionar también algunas otras, cuya situación no se puede determinar con exactitud, a saber: las barandillas, el corredorcillo, el degolladero y los alojeros. Se daba este último nombre a un lugar en donde se vendía una especie de refresco, llamado aloja, compuesto de agua, miel y especias. Más tarde se agregó un palco, situado encima de la cazuela, destinado al Alcalde que presidía la función. En tiempos anteriores el asiento del Alcalde estaba situado en el escenario.
Fuente: «Principios del Teatro» por Can Fusté